miércoles

Obscenidad celular

No fue la primera ni será la última. El tipo pulsa dos teclas y se pone en contacto con su madre -a la que llama mami- y le cuenta montones de cosas de una venta de una casa y una discusión con su padre. Y su hermano, pobrecito, que hay que ver si está en condiciones psíquicas de soportar semejante tránsito. Sí: su padre se había ofuscado al punto de decirle que sus palabras de desconfianza eran intolerables, quu qué se creía que era. Pero él iba a defender sus intereses. Y el de su mami. Va codo a codo conmigo y es inevitable escucharlo, como a un bebé que berrea o al chillido hiperagudo de los auriculares del vecino de viaje, que destroza sus oídos a varios decibeles por sobre lo saludable.


El espacio privado se ha desparramado como una mancha de petróleo sobre el mar de lo público. Lo que introduce el uso indiscriminado de la telefonía celular es que destila aquello que durante muchos años el pudor hizo permanecer en el ámbito de lo íntimo. Ahora, todo se despliega como las plumas del pavo real. Es imposible, a priori, saber qué contamina esa mancha, qué encubre y qué representa. Quizás el punto más extremo de esta obscenidad celular fue el registro -y posterior publicación- del ahorcamiento de Saddam Hussein, tomado con el celular de uno de los asistentes a la ejecución. Las empresas dirán que no son responsables del uso indebido, molesto para terceros, nocivo o lo que fuere. Que ahí talla cada usuario particular; cada sujeto. Quizás ahí esté la huella más inquietante: sólo se puede leer como una forma de la degradación del lugar de ese sujeto, de lo privado y de lo íntimo, del pudor. Signo de los tiempos, cantaría Prince...

El inclasificable David Lynch


Es muy interesante ver cómo la prensa argentina se pelea a golpes contra la inteligencia para poder resumir, capturar una idea, una reseña que permita darle un marco crítico a Imperio, el nuevo film del siempre nuevo David Lynch. Resbaloso como una anguila, escurridizo a la maquinita de etiquetar, el director norteamericano pone a prueba, una vez más, un concepto que se le escapa a los críticos de los grandes medios de comunicación: arte. ¿Cómo decir, desde el lugar de un crítico que funciona en base a los incentivos de las distribuidoras, que no entendió un ápice de lo que es, sencillamente, ininteligible e inexplicable? Se escapa el argumento porque en la obra de Lynch hay trama. Y para ello se necesitan instrumentos mucho más sofisticados de los que se usan que para producir una extensión ¿cinematográfica? de un programa de tevé con las caras visibles de los grandes picos de rating. Hay narración, no hay un relato lineal y mucho menos artificios que hacen que una película parezca más inteligente de lo que en verdad es. La obra de Lynch carece de flashbacks y flashforwards; prescinde de la cronología y de la diacronía; no hay ni un relato que se cuenta del fin al principio, ni una parábola de tiempo; cosas que no son más que versiones de un mismo modo de medir la vida biológica. En las últimas películas de Lynch no hay más que subversión del tiempo. Nada que no estuviera puesto en Eraserhead; nada que no estuviera conceptualizado en Twin Peaks, el fuego camina conmigo; nada que no soporte, en medio de la febril y apasionada construcción narrativa del norteamericano, el viaje de un viejo tierno en su cortadora de pasto para ver a su hermano de quien lo separa no sólo la distancia geográfica en Una historia sencilla.

Es correcto decir que su cine es una profunda herida, incluso una llaga y, por qué no, algún modo de cura. Es correcto decir que es un genio, que le ha dotado al cine sonoro de un universo particular. Es correcto decir que es esperable que lo que siga a Imperio sea una torsión más sobre el mundo narrativo o una película con un desarrollo más apropiado al mercado. Es correcto decir que si hay una lengua que se parece a lo que Lynch pone en fílmico es la lengua de los sueños, lo onírico con su relax, sus tiempos muertos, su presión agobiante, su punto de fuga hacia la muerte. El problema de la corrección es que no sólo implica un concepto acertado, muchas veces representa lo que debe decirse para no parecer lo que se es. Lynch y su obra es una forma de pesadilla de la que no se puede despertar. De la que para poder escapar, paradójicamente, es cerrando los ojos y durmiendo: la ilusión de que el demonio y lo siniestro son un mal y aburrido producto enloquecido; sumergiendo al fugitivo en lo más profunda de sus oscuridades.