miércoles

Obscenidad celular

No fue la primera ni será la última. El tipo pulsa dos teclas y se pone en contacto con su madre -a la que llama mami- y le cuenta montones de cosas de una venta de una casa y una discusión con su padre. Y su hermano, pobrecito, que hay que ver si está en condiciones psíquicas de soportar semejante tránsito. Sí: su padre se había ofuscado al punto de decirle que sus palabras de desconfianza eran intolerables, quu qué se creía que era. Pero él iba a defender sus intereses. Y el de su mami. Va codo a codo conmigo y es inevitable escucharlo, como a un bebé que berrea o al chillido hiperagudo de los auriculares del vecino de viaje, que destroza sus oídos a varios decibeles por sobre lo saludable.


El espacio privado se ha desparramado como una mancha de petróleo sobre el mar de lo público. Lo que introduce el uso indiscriminado de la telefonía celular es que destila aquello que durante muchos años el pudor hizo permanecer en el ámbito de lo íntimo. Ahora, todo se despliega como las plumas del pavo real. Es imposible, a priori, saber qué contamina esa mancha, qué encubre y qué representa. Quizás el punto más extremo de esta obscenidad celular fue el registro -y posterior publicación- del ahorcamiento de Saddam Hussein, tomado con el celular de uno de los asistentes a la ejecución. Las empresas dirán que no son responsables del uso indebido, molesto para terceros, nocivo o lo que fuere. Que ahí talla cada usuario particular; cada sujeto. Quizás ahí esté la huella más inquietante: sólo se puede leer como una forma de la degradación del lugar de ese sujeto, de lo privado y de lo íntimo, del pudor. Signo de los tiempos, cantaría Prince...