sábado

Fragmentos de un discurso policial noir

La tarjeta negra con letras blancas, simulando el trazo desparejo de una máquina de escribir, contenía una máxima implacable: "Traiganme a un hombre al que no le gusten las novelas policiales y les demostraré que es un idiota. Un idiota inteligente, quizas; pero un idiota de todos modos..." El recuerdo insiste en que esas líneas le corresponden, ni más ni menos, que a Dashiell Hammett, uno de los padres del policial negro, que forjó su estilo en base a la denuncia social, apuntando a la corrupción del poder. Si se suponen válidas esas palabras, vale deducir que la escritura de una novela policial -que se jacte de tal- es por fuera de la idiotez. Si algo de eso apuntala un estilo refinado aún en el propio barro, esas palabras anticiparon un fenómeno: dos brillantes textos, que son algo más que historias de amor, escritos por reconocidos urdidores de novelas policiales.

Bernhard Schlink teje, en El lector, una relación sexual/amorosa entre un joven y una mujer adulta. Mujer que devendrá en nazi, joven que devendrá en hombre testigo de su juicio sumario. Henning Mankell trama una bellísima historia de amor con unos personajes inolvidables: Zapatos italianos. Se puede adjudicar la precisión del discurso de ambas novelas a sus raíces en el género policial; a una pluma acostumbrada a los modos de la tensión del relato, a los desvíos y los señuelos, a la sorpresa. Dos novelas que tienen una riqueza adicional, un bonus track: cada cual a su modo, rescata la figura del detective del policial negro. Pertenencia que exime de hacer una enumeración de virtudes y defectos del personaje en cuestión; personaje clásico que escapa permanentemente del lugar común, de los puntos de contacto con otros colegas literarios y que, sin mebargo, responden a un modus vivendi imposible de soslayar. Ambas están narradas en primera persona, línea directa al gran Phillip Marlowe de El largo adiós. Los personajes masculinos de las novelas de Schlink y Mankell sufren, descubren, persiguen, deducen, admiran, vigilan, desesperan, son golpeados, improvisan... Abren el realto al lector y muestran los hilos con los que arman la tela de la narración. Trabajan en el punto fino, en los bordes sin asperezas pero de una dureza extrema y una inusual ternura. Ambos tienen una mujer que en algún punto les es imposible. Ambos saben de ese amor, saben de esa imposibilidad y la aceptan, ponen el cuerpo. Esas mujeres son sus heroínas oscuras, sus enigmas a resolver. Enigmas que no pueden faltarle a quien, minuciosa, torpe y arriesgadamente hará lo posible por resolverlos. La literatura, agradecida.

domingo

Abel Ferrara o la marca de Caín

"Más obscena es la inercia. Más blasfema que el juramento, más horrible es la parálisis. Si sólo queda una herida profunda, debe manar, aunque sólo produzca sapos y murciélagos y homúnculos", escribía Henry Miller en Trópico de Cáncer. Algo de eso parece traducir al cine el neoyorquino Abel Ferrara. Con una obra que opera con la violencia como eje, dio una secuela de películas que han marcado un modo de hacer cine, un lenguaje propio, una huella digital plasmada en fílmico. Basta con recorrer alguna de sus escenas más logradas, basta con leer el borde despiadado de los guiones que ha puesto en pantalla.

Es probable que pueda considerarse a Un Maldito Policía como uno de los puntos cumbre del cine de Ferrara, al menos el que le dio proyección comercial y el reconocimiento de un público más numeroso. Una película donde hizo una yunta tremenda con un Harvey Keitel en su mejor forma. Sin embargo, es en su antecesora, El Rey de Nueva York, donde está en carne viva la esencia de su estética y de su lengua cinematográfica. Lengua despiadada que no ahorra en apuntar con certeza al hueso mismo de lo que narra, poniendo en escena una ajustada coreografía muchas veces siniestra, una argamasa que invade el cuerpo del espectador y lo acosa hasta la angustia. Es en la sequedad, en la violencia que no necesita exhibirse (y que se disfraza de inmutabilidad en la piel de ese inmenso actor que es Cristopher Walken), donde está la naturaleza del relato, la tensión; el ojo puesto en narrar, en transmitir. Y estampa su firma, el rastro genético, en finales operísticos con muertes violentas en espacios públicos. Con los altibajos de toda obra puesta en perspectiva, Ferra ha logrado lo que pocos: un discurso que se destaca de los otros, un manejo personal del tempo y de Lo Real, un trazo narrativo que responde a su arte; su propia marca, la que lo nombra y lo distingue.

miércoles

Bony: la advertencia estética del 11-S

La muestra Oscar Bony, el mago, realizada en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA) tiene un plus que va más allá del valor de la obra de este artista plástico nacido en Misiones en 1941 y fallecido en Buenos Aires en 2002. Bony realizó una serie de trabajos en los cuales utilizó como soporte fotografías de gran tamaño y sobre las cuales disparó con una pistola 9 mm. Series tales como suicidios o el triunfo de la muerte, provocan, en algunas de las fotos que las componen, una sensación fuerte al momento de ser vistas; sea por la situarnos frente al artista que conserva un rictus de neutralidad que desentona con el agujero de bala en el centro de su cabeza; sea metaforizando su producción con lo religioso en el punto más alto de estos trabajos: un primerísimo primer plano de la cara artista coronado de una sucesión de agujeros de bala en la frente bajo el nombre de corona de espinas; sea por lo que pueda teorizarse respecto de la superposición del disparo de la cámara fotográfica con los disparos del arma que completan la obra con agujeros, valga la aparente contradicción.

Al recorrer la muestra siguiendo el sentido propuesto por la curaduría, uno llega a toparse con el plus: la exposición de una foto en blanco y negro de Nueva York del año 1994 en la que se ven las Torres Gemelas, cada una con un disparo de bala y, a su lado, una ampliación enorme y pixelada de un fotograma a color con una de las torres en llamas y el segundo avión usado en el atentado a punto de impactar en su gemela. Esa comparación con el atentado, que parece estar hablando de lo anticipatorio y lo profético en el arte, puede ocultar lo más potente de la composición de las dos fotos: el fotograma ampliado está enmarcado y firmado por Osama Bin Laden, lo que sitúa al atentado en el lugar de una obra de arte. No está explicitado si si fue el propio Bony quien hizo uso de ese recurso componiendo una extensión de su obra o si fue una exclusiva ocurrencia de la curaduría, lo que poco importa a los fines de la idea que transmite: la foto de Bony es una advertencia estética de la muerte, y resignifica como tal al resto de su obra con disparos. Construir esa metáfora, de tradición clasicista, partiendo de la coincidencia de la obra con el atentado es una arriesgada y necesaria elección. Quizás sea ese el mayor logro de esta muestra.

sábado

El sueño de Boris Spassky

El cuerpo de Boris se acomoda en el colchón. A medias entre el sueño y la nada, siente un soplo frío, una ráfaga leve que no termina de despertarlo. No quiere que lo molesten, no quiere que nadie perturbe esa calma lisa, llana en la que bucea; la calma que precede a los mejores sueños, a los que son pulposos como duraznos. Está agotado a pesar del rato que lleva durmiendo. Puede sentir, en la punta de sus dedos, la piel delicada de los trebejos blancos; la sensualidad tibia de la madera y el triunfo. Un triunfo parecido a la revancha. O mejor aún: un triunfo que disfraza la venganza. Sueña que la sonrisa se le ensancha: es él quien está descansando en la cama mientras Bobby Fischer se devana los sesos frente al tablero, acorralado, vencido, hurgando en lo profundo de su desesperación en busca de una jugada inexistente, imposible y, por lo tanto, milagrosa. La ráfaga que Boris Spassky siente en su cuerpo es la que llega cuando la puerta de su habitación se abre. Sueña que vienen a traerle la gran noticia: es el ajedrecista estadounidense, y no él, quien ha abandonado la partida número 21 aquel 31 de agosto de 1972. Sueña que no es él quien se enfrenta a la certeza de la derrota. La ráfaga lo despierta y él retiene el título del mundo. Fueron 21 partidas. 21 endemoniadas partidas. 21 escalones desparejos, 21 golpes cruzados. Boris Spassky gira en la cama, el cuerpo ya romo y avejentado. Sale de ese sueño que es una trampa de la historia, un intento de redención que llega a su fin. Ya no estará, en el mundo, el hombre que vivió lo que él sueña sin posibilidad de cambiar la historia. El 17 de enero de 2008, la ráfaga trae la noticia como una liviandad, un deshago: Bobby Fischer, su vencedor, acaba de morir.

miércoles

Bancate ese defecto

¿Qué es lo que García nos muestra en las entrevistas en las que es imposible no reparar en el deterioro de su cuerpo? ¿Una respuesta in corpore a su propio discurso de hace casi 25 años en Bancate ese defecto, incluido en ese gran disco llamado Clix modernos? No tiene importancia alguna, a los fines de estas preguntas, el origen, el mecanismo de construcción (por usar el antónimo de lo que nos muestra La Realidad) de esa imagen al borde del colapso. El asunto es que, ante ese deterioro, no hay intento alguno de disimulo, no hay artificio de ocultamiento: hay una exhibición obscena de un algo indecible que, en aparente paradoja, lo constituye en un fundamentalista de sus propias palabras. Visto desde la perspectiva de esa militancia del verbo, Charly García nos muestra cómo se banca su defecto y cómo éste se traduce en la exhibición de un deterioro radical del cuerpo, independientemente de si se trata un (d)efecto de la edad o de los excesos. Está esculpiendo una obra que se corroe con el Tiempo, que no deja lugar para el agrado y, menos aún, para la empatía y toda la corte de palabras atravesadas por el tamiz de la autoayuda. Es un más allá de su maestría con el piano, de la rudeza realista no exenta de poética de sus letras, de la potencia de la modernidad inyectada en cada disco, del clasicismo de su formación y la rigurosidad de su trabajo: quizás se haya abierto la famosa trampa mortal que presagiaba en esa canción. Una trampa de la que no se puede escapar si no existe una apuesta más allá del mito: la dignidad del sujeto.