domingo

Abel Ferrara o la marca de Caín

"Más obscena es la inercia. Más blasfema que el juramento, más horrible es la parálisis. Si sólo queda una herida profunda, debe manar, aunque sólo produzca sapos y murciélagos y homúnculos", escribía Henry Miller en Trópico de Cáncer. Algo de eso parece traducir al cine el neoyorquino Abel Ferrara. Con una obra que opera con la violencia como eje, dio una secuela de películas que han marcado un modo de hacer cine, un lenguaje propio, una huella digital plasmada en fílmico. Basta con recorrer alguna de sus escenas más logradas, basta con leer el borde despiadado de los guiones que ha puesto en pantalla.

Es probable que pueda considerarse a Un Maldito Policía como uno de los puntos cumbre del cine de Ferrara, al menos el que le dio proyección comercial y el reconocimiento de un público más numeroso. Una película donde hizo una yunta tremenda con un Harvey Keitel en su mejor forma. Sin embargo, es en su antecesora, El Rey de Nueva York, donde está en carne viva la esencia de su estética y de su lengua cinematográfica. Lengua despiadada que no ahorra en apuntar con certeza al hueso mismo de lo que narra, poniendo en escena una ajustada coreografía muchas veces siniestra, una argamasa que invade el cuerpo del espectador y lo acosa hasta la angustia. Es en la sequedad, en la violencia que no necesita exhibirse (y que se disfraza de inmutabilidad en la piel de ese inmenso actor que es Cristopher Walken), donde está la naturaleza del relato, la tensión; el ojo puesto en narrar, en transmitir. Y estampa su firma, el rastro genético, en finales operísticos con muertes violentas en espacios públicos. Con los altibajos de toda obra puesta en perspectiva, Ferra ha logrado lo que pocos: un discurso que se destaca de los otros, un manejo personal del tempo y de Lo Real, un trazo narrativo que responde a su arte; su propia marca, la que lo nombra y lo distingue.

miércoles

Bony: la advertencia estética del 11-S

La muestra Oscar Bony, el mago, realizada en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA) tiene un plus que va más allá del valor de la obra de este artista plástico nacido en Misiones en 1941 y fallecido en Buenos Aires en 2002. Bony realizó una serie de trabajos en los cuales utilizó como soporte fotografías de gran tamaño y sobre las cuales disparó con una pistola 9 mm. Series tales como suicidios o el triunfo de la muerte, provocan, en algunas de las fotos que las componen, una sensación fuerte al momento de ser vistas; sea por la situarnos frente al artista que conserva un rictus de neutralidad que desentona con el agujero de bala en el centro de su cabeza; sea metaforizando su producción con lo religioso en el punto más alto de estos trabajos: un primerísimo primer plano de la cara artista coronado de una sucesión de agujeros de bala en la frente bajo el nombre de corona de espinas; sea por lo que pueda teorizarse respecto de la superposición del disparo de la cámara fotográfica con los disparos del arma que completan la obra con agujeros, valga la aparente contradicción.

Al recorrer la muestra siguiendo el sentido propuesto por la curaduría, uno llega a toparse con el plus: la exposición de una foto en blanco y negro de Nueva York del año 1994 en la que se ven las Torres Gemelas, cada una con un disparo de bala y, a su lado, una ampliación enorme y pixelada de un fotograma a color con una de las torres en llamas y el segundo avión usado en el atentado a punto de impactar en su gemela. Esa comparación con el atentado, que parece estar hablando de lo anticipatorio y lo profético en el arte, puede ocultar lo más potente de la composición de las dos fotos: el fotograma ampliado está enmarcado y firmado por Osama Bin Laden, lo que sitúa al atentado en el lugar de una obra de arte. No está explicitado si si fue el propio Bony quien hizo uso de ese recurso componiendo una extensión de su obra o si fue una exclusiva ocurrencia de la curaduría, lo que poco importa a los fines de la idea que transmite: la foto de Bony es una advertencia estética de la muerte, y resignifica como tal al resto de su obra con disparos. Construir esa metáfora, de tradición clasicista, partiendo de la coincidencia de la obra con el atentado es una arriesgada y necesaria elección. Quizás sea ese el mayor logro de esta muestra.