domingo

Abel Ferrara o la marca de Caín

"Más obscena es la inercia. Más blasfema que el juramento, más horrible es la parálisis. Si sólo queda una herida profunda, debe manar, aunque sólo produzca sapos y murciélagos y homúnculos", escribía Henry Miller en Trópico de Cáncer. Algo de eso parece traducir al cine el neoyorquino Abel Ferrara. Con una obra que opera con la violencia como eje, dio una secuela de películas que han marcado un modo de hacer cine, un lenguaje propio, una huella digital plasmada en fílmico. Basta con recorrer alguna de sus escenas más logradas, basta con leer el borde despiadado de los guiones que ha puesto en pantalla.

Es probable que pueda considerarse a Un Maldito Policía como uno de los puntos cumbre del cine de Ferrara, al menos el que le dio proyección comercial y el reconocimiento de un público más numeroso. Una película donde hizo una yunta tremenda con un Harvey Keitel en su mejor forma. Sin embargo, es en su antecesora, El Rey de Nueva York, donde está en carne viva la esencia de su estética y de su lengua cinematográfica. Lengua despiadada que no ahorra en apuntar con certeza al hueso mismo de lo que narra, poniendo en escena una ajustada coreografía muchas veces siniestra, una argamasa que invade el cuerpo del espectador y lo acosa hasta la angustia. Es en la sequedad, en la violencia que no necesita exhibirse (y que se disfraza de inmutabilidad en la piel de ese inmenso actor que es Cristopher Walken), donde está la naturaleza del relato, la tensión; el ojo puesto en narrar, en transmitir. Y estampa su firma, el rastro genético, en finales operísticos con muertes violentas en espacios públicos. Con los altibajos de toda obra puesta en perspectiva, Ferra ha logrado lo que pocos: un discurso que se destaca de los otros, un manejo personal del tempo y de Lo Real, un trazo narrativo que responde a su arte; su propia marca, la que lo nombra y lo distingue.