sábado

El sueño de Boris Spassky

El cuerpo de Boris se acomoda en el colchón. A medias entre el sueño y la nada, siente un soplo frío, una ráfaga leve que no termina de despertarlo. No quiere que lo molesten, no quiere que nadie perturbe esa calma lisa, llana en la que bucea; la calma que precede a los mejores sueños, a los que son pulposos como duraznos. Está agotado a pesar del rato que lleva durmiendo. Puede sentir, en la punta de sus dedos, la piel delicada de los trebejos blancos; la sensualidad tibia de la madera y el triunfo. Un triunfo parecido a la revancha. O mejor aún: un triunfo que disfraza la venganza. Sueña que la sonrisa se le ensancha: es él quien está descansando en la cama mientras Bobby Fischer se devana los sesos frente al tablero, acorralado, vencido, hurgando en lo profundo de su desesperación en busca de una jugada inexistente, imposible y, por lo tanto, milagrosa. La ráfaga que Boris Spassky siente en su cuerpo es la que llega cuando la puerta de su habitación se abre. Sueña que vienen a traerle la gran noticia: es el ajedrecista estadounidense, y no él, quien ha abandonado la partida número 21 aquel 31 de agosto de 1972. Sueña que no es él quien se enfrenta a la certeza de la derrota. La ráfaga lo despierta y él retiene el título del mundo. Fueron 21 partidas. 21 endemoniadas partidas. 21 escalones desparejos, 21 golpes cruzados. Boris Spassky gira en la cama, el cuerpo ya romo y avejentado. Sale de ese sueño que es una trampa de la historia, un intento de redención que llega a su fin. Ya no estará, en el mundo, el hombre que vivió lo que él sueña sin posibilidad de cambiar la historia. El 17 de enero de 2008, la ráfaga trae la noticia como una liviandad, un deshago: Bobby Fischer, su vencedor, acaba de morir.